Jordi Lahispaniola


Asistente de artistas... ahorita mismo descansando


La motocicleta

La noche antes de la noche de bodas
arrojó la toalla,
el novio, con un frac pasado de moda,
enviudó ante el altar.
Mientas, Barbi, levitaba en la Harley
de un chulo de playa,
que, entre el tarot, Corto Maltés y Bob Marley
le propuso abortar.

Barbi Superestar  –Joaquín Sabina










Lo que no está claro, ni para Sabina ni para mí ni para el hombre del traje gris, es si la motocicleta es una calle melancolía, una chica Almodóvar o qué.

En todo caso es una imagen. El motociclista, el vicioso del arma (la moto es una pistola) corre mucho, como si tuviera que salvar a una princesa o matar algún ogro. Silvio lo cantó primero “ya no hay princesas que salvar”. Y Serrat en seguida “caminante, son tus huellas el camino y nada más”.

La princesa que ha de salvar el motociclista está algo cansada, un tanto anoréxica y ruge, muerde y escupe por calles repletitas de flechas, metralletas o tanques. Está a salvo en su caballo porque no molestan los peatones ni hay que hablar con ellos ni te pueden tocar, y se puede dedicar a manejar su nave con Alicia en el país de las maravillas, que es otra solitaria cantada por Bunbury, otra perdida de la existencia, otra inútil de su individualidad.

Corre mucho sin saber dónde tiene que ir, no sea que se quede como la estatua del jardín botánico de Auserón. Corre mucho y monta un caballo, un gigante violento, que lucha contra Antonio Vega. Pero sube a ese gigante, la motocicleta, y lo que el gigante lleva en el motor es él mismo en un mundo descomunal, él es la princesa insalvable.

Y mientras dura el equívoco, siguen cayendo las facturas de la moto, y te suben el seguro y se dispara la gasolina.

La motocicleta (que en las películas es una Harley) es el mordisco que la sociedad de consumo (sí, todavía la sociedad de consumo) le da al hombre postcohen, postdylan, unidimensional.